Crónica: Mi vida en un cuaderno

ilustra4Con Mi vida en un cuaderno, presentamos la séptima y última crónica del proyecto de Crónicas de Mujeres: Encontrar valor para continuar viviendo, una serie de 7 historias sobre violencias contra las mujeres.

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Esta semana: Mi vida en un cuaderno.

Por: Gilma Montoya Gómez

Otros títulos de Encontrar valor para continuar viviendo:

Que nadie te arrebate la felicidad

Alas de Mariposa, eso  parecía tener Isabel

La Ventana

Contestaciones a las Violencias contra las Mujeres. Cyborgs, performances y fanzines.

Secreto entre las sábanas

Naranjo en Flor

Mi vida en un cuaderno

Por: Gilma Montoya Gómez 

A  Milvia  Yurany  no le alcanzó la vida para echar afuera todo lo que llevaba por dentro.

Con el cabello en los ojos, una sonrisa ingenua y una mirada profunda y negra aparece  en una fotografía que ocupa un lugar privilegiado de la sala de su casa.

Hija de Sol  Bibiana Gallego y Jhon Jairo Areiza, quien no tuvo la valentía de reconocer que a una  hija hay que llevarla de la mano por la carretera de la vida y no dejarla perdida en los laberintos de su propia existencia.

Cuando cumplió los cinco años, su madre decidió casarse con otro hombre,  de ahí que sus abuelos maternos optaron por quedarse con ella y con su hermana, “para que no aguanten humillaciones en otra parte”, dijeron.

Desde ese momento su abuela Amelia, una mujer de corazón limpio y sin prejuicios, aceptó dos empleos: uno en un hogar comunitario y el otro en una pequeña empresa de confecciones. Ambos labores la mantenían ocupada de 8 de la mañana a 11 de la  noche.

De niña, Milvia acostumbró gastar sus tardes de tedio con una amiguita.  Jugaban al papá y a la mamá, y entre risas y juegos se daban besos que a ella le gustaban.

“Mita: ¿Es malo querer a una mujer?”, preguntó Milvia.

 “No mija, uno toma sus propias decisiones: además, la mamá es la primera mujer que uno quiere”, sentenció la abuela.

Su abuela Amelia aprendió a entender eso de la libre elección sexual, después de llevar quince años en la Ruta Pacífica de las Mujeres. Terminó allí porque cierto día estuvo  hospitalizada  por estrés y el médico le recomendó vincularse a actividades de tipo social;  fue así como se incorporó a la Mesa de Trabajo Mujer de Medellín, posteriormente a la Red de Mujeres Populares hacia el futuro y, por último, a la Ruta Pacífica de las Mujeres. Este último movimiento es una propuesta de corte político y feminista que busca la salida negociada al conflicto armado en Colombia y evitar y paliar los efectos de la guerra en la vida de las mujeres.

Milvia, por su parte, cambió sus jeans apretados, sus blusas con escote y sus ademanes femeninos por pantalones y camisetas XL, cachuchas al revés, pañoletas, manillas de taches, correas gigantes, actitudes bruscas y un vocabulario soez que le daban la apariencia de  hombre, de un macho decidido y bravero.

Durante la primaria perdió muchos cursos. Su abuela con una pasmosa resignación le decía: “No importa mija, así sea de dos en dos”.  Por aquella época empezó su tono soberbio e irreverente. Se le alzó al profesor director de grupo y él decidió expulsarla. Pero su abuela acudió inmediatamente en su defensa:   “Uno tiene que dar respeto para que lo respeten, usted la echa y yo voy inmediatamente a Secretaría de Educación”  

Su paso  por la secundaria no es precisamente un jardín de rosas.  Desde el comienzo tuvo que granjearse el respeto que precisa  un hombre oculto tras las curvas delicadas de una mujer.

A veces con desdén, por saboteo y hasta por cariño, le gritaban: “Milvio, Mateo, pequeca, you you

Cuando se sentía agredida alistaba su puño derecho y lo descargaba con furia, en el rostro adolescente de sus compañeros de clase.  Para deshacerse de su rabia a veces agarraba las canecas a patadas  o le lanzaba palabras de grueso calibre a sus detractores.

Una mujer que ama a otras mujeres tenía que posicionarse y exigir respeto, así lo hacía cuando a ritmo de rap se le escuchaba:

Ja que pasa

La gente me rechaza,

Creen que porque

Me gustan las niñas soy una asesina,

Si eso no se ve

Sino en las cabinas de arriba,

 y me gusta la vida

Me gusta pasarla bien

De noche y de día,

Y mira como soy de alegre

No sé por qué se fijan

En mi gente

Si somos iguales

A todos los creyentes

Y mira ya tu mente

Llena de chismes de la gente,

Mira a pesar de ser así

Soy una chica muy decente,

Que defiende sus derechos

Y su sexo por supuesto

Soy un papi,

Alrededor de estos sujetos”.

Al amor de su vida la encontró sentada en una silla de 8.4. Tenía que enseñarle a ese rostro infantil con ojos de gata que el amor puede vestirse del mismo género y la ayudó a enfrentarse a una mamá que no entendía como, habiendo tantos hombres, tenía que poner sus ojos en una hembra enrazada en macho. 

No fueron pocas las batallas que Milvia libró en el colegio:

Le tocó sostener con valentía la mirada agresiva del profesor de matemáticas que aseguraba: “Yo me aguanto un hombre acorralando una mujer, pero una vieja encima de otra vieja, eso sino lo soporto”; La novia de Milvia, Catherine, sostenía que desde ese día el profesor las miraba con rabia, con odio. Mantuvo  una disputa larga y bizantina  con el profesor de inglés porque ella, un cuerpo de mujer con un alma varonil se negaba a usar el jumper.  A ritmo de rap un día la profe de filosofía le expresó: “you you, Tenés que usar el jumper, así te creas muy hombre”. Y no hubo poder humano que la hiciera usar el uniforme de gala de las niñas del colegio. Más bien escondía sus curvas femeninas bajo el uniforme de educación física:   Una camiseta y una sudadera ancha y larga.

Padeció los agravios reiterados a través de la desaparecida página virtual  conocida como Tutudio, una página donde ingresaban los estudiantes  y proferían insultos a sus compañeros. Allí de manera obscena  hacían alusión a su homosexualidad, se mofaban de su condición sexual, le endosaban  atributos físicos de los que adolecía, frecuentemente la llamaban con el nombre de algunas enfermedades venéreas y trataban con vulgaridades a sus mejores amigos. No pocas veces, Milvia se sintió ultrajada y humillada, pero  jamás se quedó callada ante un insulto, se defendía con la fuerza de un lobo herido, devolvía los dardos con la misma rapidez con que se los lanzaban.

Tuvo algunos roses con compañeros porque según ellos se llevaba las peladas más “chimbitas” de la zona.

Alguna vez se le asó  al profesor de química porque delante el grupo le dijo que todos iban a ganar el año menos ella.  Ella le respondió que no se pusiera en esas porque lo que le iba a sobrar era bala; que esas cosas se las tenía que decir a ella sola.  Se le enfrentó de mujer a hombre con la certeza de que unas palabras desafiantes no podían quedarse en la impunidad.

Milvia se acostumbró a sentarse durante las clases en la última silla del salón a charlar con sus compañeros más allegados, tal hecho le generó más de un inconveniente con algunos de sus profesores. 

En el mes de noviembre se fue a cantar con un compañero a otro colegio. Con una mirada inquisidora y discriminatoria fue recibida junto a su compañero por las directivas de la institución, solamente por ir “mal trajeados”.  Era una ropa  vieja, desteñida, sin marca, sin uniformidad.

En el mismo mes,  la coordinadora del plantel tomó la decisión de eliminar de la programación de un acto cívico el punto donde ella cantaba. La profesora no  toleró que a la tarima se montara una mujer con aspecto de  marimacho.  Eso dolió. Dolió honda y brutalmente, tanto, que a los días en clase de religión escribió que si volviera a vivir sería más mujer. Tal vez de esa manera su existencia sería más simple. Simple sí, pero no sería su existencia.   

Entre llantos, versos y escritos

Vivo haciendo poesía,

El hip hop es el maestro,

Que me acompaña noche y día”.

Pero Milvia seguía cantando y sus cantos eran notas de resistencia. Tenía que hacerse escuchar y sus gritos reclamaban lo que la vida tantas veces le negó.    Le cantaba a la muerte, a la injusticia, a los niños, a la mujer, a los rostros de esas mujeres que quiso tener pero tenía que dejar ir.  Le cantaba a la vida, y la vida entera parecía caberle en su boca: 

“Me libero de este infierno

Mi vida en un cuaderno

Aunque algunos ignorantes

Ignoren los cantantes,

Me desahogo,

Sobre este mundo

Me interrogo,

Cuando me ahogo

En un mar de lágrimas

Quiero salir corriendo,

Mi mente dispersa

Mi conciencia se está hundiendo

Mis palabras no tienen reversa

No quiero seguir fingiendo,

Yo amo el hip hop,

Contigo sigo resistiendo.

Una forma de escaparse de la realidad que la invadía era a través del Hip Hop.  Sus ratos libres eran dedicados a componer y a ensayar lo que posteriormente presentaría en el colegio, porque en todo acto cívico que se realizaba en la Institución, el punto donde salía Milvia a rapear era obligatorio.  Muchas veces hizo canjes con algunos profesores en el sentido que ella no presentaba los deberes académicos asignados y a cambio componía e interpretaba una canción. También acostumbraba a evadir clases con el pretexto de que tenía que ensayar para un acto cívico y se dedicaba a componer canciones. Como todo un personaje, generaba odios y amores. Tal vez por los amores es que cada 20 de febrero, día de su cumpleaños, su casa se llena de amigos.

También  sobresalió  en las porristas y como arquera del equipo de futbol de su grupo, cuando cuidaba esos tres palos parecía sublimar su masculinidad y resguardar un territorio que culturalmente estaba cercado para ella.

Para la fiesta de la antioqueñidad todos los grupos de la Institución eligieron a  a las niñas que los iban a representar en un reinado; cada grupo escogía su reina. El grado 10.2 al que perteneció Milvia era  privilegiado: Contaba con su reina y también con un rey. El rey Milvia quien se paseaba majestuosa  luciendo el cetro que simbólicamente representaba un espacio ganado. Un lugar conquistado a punta de heridas y llantos.

Un día, mientras la zona nororiental  de Medellín se venía desangrando, Milvia le propuso a sus amigas hacer un arroz con leche: Ciro puso la casa, Yesenia el quesito, Kate la panela y el arroz, y Milvia la mano de obra.  Se recostaron en la ventana cuando empezó un tiroteo.  Kate le preguntó: “¿no le da miedo? Y ella le dijo: “¿Miedo por qué? Si aquí no pasa nada”, e inmediatamente se acostó en el piso.  “¿No dizque no le daba miedo?”, le reprocharon. “-Pirobas tan bobas, si yo no me quiero morir”, fue su respuesta.

El 24 de noviembre de 2009,  Milvia se hizo acompañar de su novia Catherine y de su amiga Yesenia.  El propósito era reclamar una plata cerca al control de los buses del barrio Popular # 1. Su abuela la esperaba para que, junto a mujeres de la Ruta Pacífica de todo el país, fueran a Bogotá a recibir a otras mujeres que venían del exterior.

Sin lograr el objetivo, regresaron caminando por el trayecto marcado como una frontera invisible.  Milvia, entre las dos mujeres que para esa fecha invadían su cotidianidad, sintió un tiro que impactó en la parte de atrás de su cabeza.

Pasaron solo unos segundos y Milvia se resistía a irse, por eso intentaba hablar, mientras los taxistas seguían su destino como si el asunto no requiriera de sus servicios.  Cuando llegó la abuela Amelia, asumió que era a ella y no a Milvia a la que tendrían que hacerle el levantamiento.

Convertida en mito urbano la gente empieza a rumorar sobre el origen de su muerte.  Que era prima del jefe de un combo, que era cuñada de un integrante de una banda, que se había convertido en carrito de uno de los grupos, que iba en el momento inapropiado por la calle equivocada… en fin, lo cierto es que en palabras de su abuela: “Milvia fue víctima de una guerra que por décadas ha teñido de sangre el barrio, es algo más que una guerra de galladas de esquinas, sus autores simplemente han cambiado de ropaje”     

Una mancha de sangre se negaba a permearse con el asfalto.  Milvia se iba y junto a ella el hip hop que se había convertido en su vida.

Entre llantos, versos y escritos busco salir de este infierno,

El hip hop es la nueva vida

Que me prepara un mundo eterno”.

A Milvia Yurany no le alcanzó la vida para echar afuera todo lo que llevaba por dentro.

Gilma Montoya Gómez

 Licenciada en Educación y Abogada de la Universidad de Antioquia; y Especialista en Orientación Educativa y Desarrollo Humano de la Institución Educativa Nuevo Horizonte.  Es Docente desde hace 17 años en colegios del sector oficial. Ha sido ganadora del Concurso Voces y silencios de mujeres trabajadoras de La Escuela Nacional Sindical en 2007; y Segundo puesto en el Concurso de Cuento de ASDEM con “Rostros de mujer” en 2002.

Crónicas de Mujeres Encontrar valor para continuar viviendo

Producción: Corporación Vamos Mujer

Coordinación General: Sandra Valoyes Villa

Revisión de Textos: Patricia Nieto Nieto

Ilustraciones: Lina Rada Betancur

Auspicia: Cordaid

2011