Crónica: Secreto entre las sábanas
Secreto entre las sábanas es la cuarta historia que traemos a este sitio web y que conforma el proyecto de Crónicas de Mujeres: Encontrar valor para continuar viviendo, una serie de 7 crónicas sobre violencias contra las mujeres.
Anamaria Bedoya Builes, Betty Cárdenas Moreno, Diana Isabel Duque Muñoz, Gilma Montoya Gómez, Nathalia Castro Gómez, Patricia Nieto Nieto y Paula Camila Osorio Lema, fueron las escritoras de historias propias y ajenas, de mujeres que logran hallar un ala de esperanza en medio de las distintas violencias por las que han pasado.
Esta semana:Secreto entre las sábanas.
Secreto entre las sábanas
“…bordado el dueño de la cama
en la ropa interior”
Silvio Rodríguez, La desilusión
Por: Paula Camila Osorio Lema
María no sabe bien cuándo empezaron los agravios. Relaciona, hace cuentas, y en el camino va recordando eventos que cuenta sin drama ni asomo de llanto. Tuvo miedo durante mucho tiempo, pero en los últimos años ha ido rompiendo el voto de silencio impuesto por su dócil naturaleza. Su rebelión ha sido lenta porque nace más de la rabia y del cansancio que del amor propio; modesta, como sólo puede serlo para quien siente que ya no tiene nada que perder.
Tiene cincuenta y tres años y lleva los últimos veintiocho casada con Antonio, a quien a veces, mientras habla, y casi por accidente, llama “gordo”. Se casó con él “como por tapar un hueco”. No enamorada, sino despechada del único hombre con el que ha gozado en su vida, y con quien cortó apenas supo que tenía familia. Todavía desilusionada, pero foco de una atención desacostumbrada, María se dejó convencer por la promesa de príncipe que todavía encarnaba Antonio. Tras unos pocos meses de amoríos, un embarazo no planeado y una propuesta de aborto que ella rechazó, María y Antonio juraron ante un cura estar juntos hasta que la muerte los separase.
Desde pequeña, y para capotear la mayoría masculina de su familia, ella se esforzó en ser invisible, en evitar el escándalo, en pasar, delgadita como es, desapercibida para todos. Era la décima de 18 hermanos, y a uno de ellos, José, le guarda todavía un discreto rencor. A veces, ante la dificultad de la madre de solventar los gastos de una familia tan extensa, José y ella se iban a pedir comida y monedas, en recorridos que casi siempre terminaban en un rastrojo, donde el hermano le bajaba los cucos y le metía mano. Como ahora su marido, José también la celaba, y acostumbraba encerrarla en el baño para evitar que saliera a jugar con los otros niños del barrio.
Su papá murió cuando era todavía muy niña, su mamá estuvo sin estar, siempre trabajando, o cansada, y ella, asustadiza como un pajarito, empezó a aportar a la economía de su numerosa familia cuando tenía doce. Trabajó sobre todo en casas de familia, alguna vez en una pensión de solterones, y los hombres, siempre los hombres, que frente a su desamparo se alebrestaban. “A mí me han hecho muchas cosas pero a la vez no me han hecho nada”, dice mientras recompone su historia, que ha recorrido casi toda en puntillas, silenciosamente.
La primera vez –ubica luego de patinar entre hechos y momentos–, debió haber sido cuando todavía estaba en embarazo del primer hijo, algunos meses después del matrimonio, por allá a principios de los años ochenta. El suyo es un drama que se repite desde hace siglos, y todavía: Antonio bebía, llegaba “contentico”, y en la alcoba la buscaba pero ella no accedía. Que no le gustaban los borrachos, le había dicho siempre, pero él la obligaba, y cuando no podía la llamaba puta, le pegaba, le preguntaba si era que había pasado muy bueno con el otro. “Es por los celos”, repite ella mientras va contándolo todo, por momentos riéndose, casi explicando el milagro de no ser una amargada, y la mayor parte del tiempo dudando de las razones que esgrime. Que la iba a matar, le decía también Antonio, y hasta llegó a intentarlo un par de veces, una vez tratando de sofocarla con una almohada, y otra vez con un empujón por las escalas a cuyo fracaso debe hoy poder contar la historia. María no lo dice, pero cualquiera de sus cinco hijos (o varios) puede ser producto de una violación, y posiblemente todos hayan sido testigos desde el vientre de alguna de tantas vejaciones. Solo desde el vientre, dice, porque hasta hace muy poco mantuvo en silencio su pesar, siempre entre las sábanas.
Pasar calladita había sido rutina desde niña, y por lo mismo se le volvió rutina todo lo demás. “Yo aguanté tanto porque él era muy buen padre, se veía en ellos”, dice. Pagó siempre las cuentas a tiempo, fue lo que llaman un tipo responsable. “Lo que hizo me lo hizo fue a mí”, explica, aunque sin demasiada convicción. Además, a María le daban miedo la vergüenza, la alharaca, que la señalaran por abandonar el hogar, que se metieran los hijos y se armara un pleito mayúsculo. “Como por no deshonrar”, dice, y es como si repitiera una lección aprendida desde tiempos remotos.
Hasta un día, no hace mucho, en que también su hija menor fue víctima de la voluntad paterna –o sea los celos–, y ella pensó que era momento de buscar en sus dos niñas el ánimo que le había faltado. Lina, como se llama, ya tenía quince años y un amiguito que a veces la visitaba, y al que una vez Antonio sacó de la casa a patadas y entre improperios. En medio del alboroto María habló por primera vez con ellas de su vida en pareja y los desmanes de Antonio, que a esas alturas probablemente ya habían dejado de ser secreto. Con los hijos no ha tocado nunca el tema, aunque algunos años atrás otro incidente la había hecho envalentonar por primera vez. Una amenaza de golpe, su segundo hijo como testigo y defensor, y ella que empuña un palo para decir, ya reventada, pero con coraje: “no va a ser la primera vez que coja un palo, lo voy a seguir cogiendo cada vez que usté me ofenda, cada vez que usté me pegue”.
–¿Nunca tuviste que coger el palo otra vez? –le pregunto, y ella responde:
–No, pero oiga, le digo pues que uno a la hora de enfrentarse a ellos, como con la fuerza, uno no es capaz. Mire, ellos lo debilitan a uno tanto mental y físicamente. Muy triste eso.
Poco después de tener a su última hija, que hoy tiene 17, María sentó su primer precedente importante. Pensaba Antonio que las mujeres que se operaban “se volvían putas”, y ella le dijo “bueno, voy a ser una puta pues pero yo no voy a tener más hijos”. Su mamá, más cercana en su adultez, le había sacudido en parte el miedo al decirle “mija, vea, no se ponga a tenele más hijos a ese hombre, no sea bobita, opérese que yo la cuido”. Pero ella no se quedaba a dormir, y a los días Antonio dejaría también claro su punto con una agresión que puso en riesgo médico a María. Le había dicho el doctor que no podía tener relaciones sexuales hasta pasados diez días del procedimiento, pero él, “contentico” como tantas otras noches, ignoró la recomendación y se arrojó sobre ella “como un animal”. María sintió un ardor en el ombligo, y con una fuerza proveniente no se sabe de dónde se lo sacudió de encima. Ese día los niños sí se despertaron. Vieron al padre, desnudo en el piso, gritando como un loco “perra, perra, perra”, y ella tuvo que consolarlos y ayudarlos a conciliar de nuevo el sueño. De entre todos los recuerdos, ese es el que le causa más horror. Un horror que en una ocasión, para un concurso de testimonios de mujeres trabajadoras, María confesó por primera vez: “Me quedaba en la casa con los niños, esperando la noche como si fuera mi enemiga, porque los maltratos eran siempre a la hora de dormir”.
Cuando intenta ubicar el último ataque, María vuelve a confundirse. Con el tiempo empezó a repetirle a Antonio que “el trago le hacía mucho daño”, y él dejó de beber. Eso hace unos cinco años, dice, pero un segundo después se acuerda de lo sucedido meses antes, cuando tras un largo periodo de sobriedad Antonio se emborrachó en la finca de su hermano en Guatapé. Ese día la historia se repitió, y ella accedió, y miró fijo el techo durante un rato, y le dio luego la espalda con la esperanza de que se durmiera. Pero él quiso más, y María se rebotó, olvidó que temía al escándalo y despertó el hermano, quien intervino para calmar la situación. Al rato Antonio empacó sus cosas y agarró el perro –que se habían llevado con ellos de paseo–, y así, de madrugada, furioso y borracho, se devolvió para Medellín. Pero ella no durmió más, y hasta que no verificó que había llegado –empantanado, mojado, con resaca y con el perro– no quedó tranquila. “Cuando él por ejemplo me ha ofendido y se va, yo pienso: ‘ay, ojalá no vuelva’. Pero al mismo tiempo: ‘jm, y donde le pase alguna cosa’”. Porque es su marido –irremediablemente, piensa ella–, porque son ya casi tres décadas de convivencia, y porque ha sido así, un paso a la vez, con ocasionales desafíos, como ha ido salvando la distancia entre ella y su vulnerada dignidad de madre y esposa.
Antes María lloraba hasta que la cabeza le dolía, y al día siguiente él juraba no acordarse de nada. Dejó de beber, pero todavía le grita, la cuestiona cuando sale, le pide explicación de cada uno de sus movimientos. Ella no se deja atajar más, pero le explica, y hasta le consigue pruebas, como esa vez que le llevó el recordatorio de un funeral para que le creyera dónde había estado. Antonio todavía le pregunta por qué nunca comparte nada con él, y para evitar una confrontación ella le dice “vea gordo, así me crié, y así me voy a morir”, como si en verdad creyera que eso es lo que le queda de vida. Lo evita en la casa, y en la cama que todavía comparten, aunque no pueda decir que haya disfrutado alguna vez el sexo con él. Pasa tranquila el día hasta que él llega, cuando le entra una aburrición muy parecida a la desesperanza.
Ahora María quisiera estar sola. Él no le muestra la puerta ante cualquier queja, como hacía antes, y aunque ella trate de no pensar en el futuro se le nota que quisiera irse. Ya difícilmente puede escudarse en la crianza de los hijos para no hacerlo, pero con esa rabia, con ese hartazgo, convive aún el miedo de siempre, la innombrable causa de tanto aguante, la cara de la necesidad: irse para luego verse obligada a volver, caer en la precariedad, la idea de que a sus años no puede aspirar a un trabajo digno. Ni al amor, ni a otra oportunidad: “uno ya no está en edad de pensar que va a venir un príncipe por mí y me va a salvar, nooooo”.
De todas maneras se le ve tranquila en medio de la resignación, e incluso ha subido de peso. Al menos ya no le duele, ya no llora –o eso dice–, porque aprendió a protestar, o a irse y dejarlo discutiendo solo, y eso le da un fresquito. Nunca ha denunciado, ni recibido atención, y ella solita ha sido artífice de su decoroso despertar. Debe ser por eso que hoy, en este chuzo en un parque, ante esta mesa, María parece estar en el punto de la inminencia, dispuesta a cualquier cosa, al alcance de su mano cualquier solución. Así, como quien no tiene nada que perder.
Paula Camila Osorio Lema
Estudiante de Octavo Semestre de Periodismo en la Universidad de Antioquia. Fue en 2010 Asesora del Concurso Voces y silencios de mujeres trabajadoras de La Escuela Nacional Sindical. Ha sido Coordinadora editorial, Reportera y Rectora del Periódico De La Urbe entre 2005 y 2007; y Reportera en los Periódicos Compromiso, Ciudad Inder, El Balcón, Trece Grados, Universo Centro y el Boletín de Noticias de Confiar.
Crónicas de Mujeres Encontrar valor para continuar viviendo
Una producción de la Corporación Vamos Mujer
Coordinación General: Sandra Valoyes Villa
Revisión de Textos: Patricia Nieto Nieto
Ilustraciones: Lina Rada Betancur
Apoya: Cordaid